La vida inventada de Godofredo Villa, una creación de La Medusa y (Sala Matilde Salvador, Valencia. 6 de noviembre de 2018)  | por Óscar Brox

Cada vez ponemos más tierra de por medio con nuestra Historia; en parte, porque las voces de la memoria se apagan por una cuestión de edad; en parte, también, por esa relación tan conflictiva que mantenemos con nuestra identidad. Con una bandera, estado o cultura que, generalmente, no nos dice nada (o, mejor dicho, nada bueno), cuyo monopolio ideológico hace tiempo que cayó del lado del conservadurismo más desagradable. De ahí, en definitiva, que cueste escuchar ese débil hilo de voz que trata de ponernos al corriente de todo aquello que, antes, durante y después de la Guerra, se quedó en el ambiente de manera marginal o casi insignificante. Los hundidos, los malogrados, los exiliados que nunca supieron cómo integrar su testimonio personal, en el relato de un país con demasiadas cuentas pendientes con la memoria.

Quizá por eso, La vida inventada de Godofredo Villa comienza en ese momento, casi suspendido en el tempo de la escena, antes del reconocimiento. En él, Godín trata de atemperar los nervios mientras pone orden a su vida; a lo que fue de ella en sus numerosos exilios, al hogar que nunca acabó de recuperar, a los recuerdos de Guerra y a los amores fugaces, y a la dificultad de trasladar todas esas vivencias a un hecho esencialmente básico: nuestra capacidad de comprender. De saber cómo integrar la voz de los demás en el relato de la memoria. A este respecto, Sònia Alejo se vale del estupendo recurso de los mensajes intercambiados durante meses con Godofredo Villa para tejer, mientras la obra avanza, la complicidad emocional que exige su protagonista. Esa misma que, en un tono más humorístico, dirige los primeros diálogos entre Pep Ricart y Clara Crespo, padre e hija en la ficción. Esa misma, en definitiva, que estrecha el hueco que separa las dos partes del escenario; entre los aseos del Elíseo y el comedor familiar de Barakaldo. Entre el Godín que es y, en fin, el que pudo ser.

Más que de la Guerra, o las guerras, La vida inventada de Godofredo Villa pone en escena nuestro lugar en ellas. Así, las estampas vitales de su personaje se suceden entre la felicidad efímera de una vida familiar marcada por la separación forzosa de sus padres, la alegría partisana de un primer baile o las cuitas personales que se explican a través de una colección de zapatos cuyo desgaste es el del pase del tiempo. O el de la dificultad para coordinar los pasos de Godín al frenesí con el que la vida se abre camino. Frente a esa voz que testimonia la complejidad de hacer frente a la memoria personal, el grupo de actores que ponen sus cuerpos a la difícil tarea de devolverle a Villa lo que no ha podido tener: el reconocimiento, la comprensión, la integración y, en definitiva, la integridad. Lo que, en definitiva, se traslada a la escala íntima con la que el reparto trata de hacer accesible una puerta a esos recuerdos. A esos sentimientos. A esas emociones. Sin caer, por cierto, en la afectación. Buscando en las reacciones del patio de butacas la complicidad con la que, quien más o quien menos, ha encontrado un pedacito de su identidad familiar en estas memorias de resistencia.

Tras un montaje tan intenso como el de Classe, en el que Xavi Puchades inyectaba a la escena el ardor político del texto de Guillermo Calderón, La vida inventada de Godofredo Villa apuesta por un tono más íntimo, mínimo y, casi apurando, familiar. Pausado, en lo que permite a los actores compartir unas palabras que, más que a la idea, apelan al corazón. Un tono en el que la voz de Villa, ya sea a través del registro de sonido, la actuación de Pep Ricart o la figura del propio Villa, invoca una presencia real. Una memoria vívida que traspasa el arco de la ficción para cuestionarnos por nuestra responsabilidad a la hora de continuarla. De conservarla, pero, sobre todo, de saber explicar su importancia. A menudo, el teatro es acción, cuerpo y palabra. Luz y sombras. En esta obra de Sònia Alejo, sin embargo, es voz. Presencia y ausencia. Y, antes que nada, reconocimiento. De ahí que en esa postrera escena, en la que hace su aparición una caricatura de Felipe VI, nos enseñe a distinguir lo que significa el reconocimiento y lo que, en definitiva, silencia una condecoración a destiempo. Por eso, resulta interesante ver en esta pequeña obra no solo un bonito gesto hacia todos esos protagonistas que han permanecido en los márgenes de la Historia, sino un ensayo sobre nuestra tarea, sobre nuestra responsabilidad, a la hora de volver a integrarlos en ella.


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